OBRA

Jorge Reynoso Pohlenz

Esta tumba encierra a Esquilo, hijo de Euforión,
Ateniense, que murió en la fértil Gela,
de su valor testimonio puede ofrecer
el bosque de Maratón y el Medo de honda cabellera, que lo conoce.

Epitafio de Esquilo (525-455 a.C.), patriota y dramaturgo

Durante buena parte de su existencia, nuestra especie practicó la memoria con el exclusivo recurso de su pensamiento, compartiéndola principalmente por medio del lenguaje oral, vehículo cultural en continuo cambio, al mismo tiempo actual y atávico, propenso a transformar el testimonio en mito.

Cuando la memoria comenzó a codificarse en signos sobre soportes relativamente perdurables, un proceso en su origen fluido comenzó a trastocarse por la interrupción de hitos, como las marcas y escalas que en un plano señalan los contornos de un camino con mayor objetividad –pero con menor intimidad– que un árbol o una piedra singulares. De la misma manera que los signos gráficos implican ejercicios de transferencia e interpretación distintos a los orales, les hemos otorgado a los sistemas y archivos de gráficos y datos la cualidad de cosas en sí; incluso les hemos atribuido la capacidad de usurpar a lo vivo y a la vivencia el carácter de la identidad que imitan: de alguna manera, nuestro bisabuelo habita una foto descolorida o una carta descubiertas en un cajón, de la misma manera que para los sistemas de administración social una firma, una huella, una foto bajo una mica o una cadena de aminoácidos poseen mayor legitimidad identitaria que nuestro ser y su palabra.

Hace unos diez años, Magdalena Martínez realizó una serie de fotografías de cuerpos que tendían a otorgarle a la mirada mínimas posibilidades de reconocer los rasgos identitarios del ser fotografiado. Recientemente, la misma artista ha realizado una serie de obras en torno a los medios de transferencia de la identidad y la memoria. Los soportes que concibió Martínez Franco para recibir esta transferencia por medio de proyecciones, huellas o abstracciones resaltan, ya sea por su solidez o evanescencia, la particular paradoja que ha perseguido a la memoria y la identidad desde que comenzaron a ser procesadas como códigos de testimonio, documentación y administración. Cuantitativamente, la mayoría de la documentación gráfica que las culturas han legado consiste en genealogías, legislaciones, archivos de contaduría, enunciados de legitimación del poder sagrado o profano y panegíricos funerarios.

En un extremo del tiempo, la inscripción lapidaria supone uno de los más perdurables medios para afirmar lo que ya no existe; en el otro cabo del derrotero de la información gráfica, el código de barras fija en los productos consumibles unos datos –para nosotros indescifrables– que por medio de la luz alimentan dinámicos sistemas virtuales de información, que al mismo tiempo que nos facilitan la vida, la condicionan.

Actualmente, existimos también como códigos y expedientes, y el almacenaje de ambos constituye una suerte de fijación de nuestra identidad en formato forense. Más allá de los sistemas de administración social que estructuran medios para objetivarnos –o de convicciones teológicas– somos también ese tejido de subjetividades que construyen los que nos miran, nos conocen o nos recuerdan: una imagen o un fantasma que nunca perpetúa un enfoque o corporeidad definidas. Podemos añadir a las paradojas que Martínez Franco presenta, por medio de la confrontación de materiales y sistemas de significados, su combinación agridulce del tono elegíaco con el satírico. Recurriendo al ridículo o a la ironía, los sátiros expresaban sin cortapisas cosas terribles y veraces a personas que sobrevivieron sólo por medio de los mitos. Pero nosotros tenemos que vivir en la historia, atiborrados de archivos, acostumbrándonos a ser representados, urdiendo inéditos medios de representarnos y extrañándonos a veces incluso del esfuerzo de interpretar el rostro que aparece en el espejo.